11/17/2010

Andrès Caicedo Estela.

Por: Bonar. *


Debió de ser hacia fines de la década de 1960 cuando se presentó a mi oficina un adolescente, casi un niño, con el propósito de darme a conocer unos cuentos de su invención. Tenía la mirada anhelante de los que empiezan a ver, maravillados y absortos, y, por qué no escribirlo, espantados, del Gran Teatro del Mundo. La blancura de la piel denunciaba que, a pesar de su edad, no tenía tratos con la útil frivolidad del deporte. Las manos, largas y afiladas, temblaban al sostener los originales. Un ligero ceceo (sic) hubiera permitido pronosticar no sólo la timidez, que es como el común denominador de todos cuantos temen a la vida porque entienden sus tenebrosas magnitudes, sino notoria discordancia entre lo mucho pensado y lo poco querido expresar. Así fue Proust, así es Jorge Luis Borges. Hablamos durante un rato. Tornamos después a vernos dos o tres veces. Lo que entonces escribía dejaba una extraña sensación: en la forma, se trataba de los ensayos, vacilantes a veces, de un principiante. Pero en el fondo, se adentraba en personajes y situaciones con tal madurez, que se hubiera pensado que un hombre agobiado por dolorosas experiencias hubiera dictado esos apretados renglones a un joven, para que los tradujera a lenguaje casi pueril. Me atreví, en la primera conversación, a insinuarle algunas lecturas. Pero me di cuenta que a los 16 años conocía, desordenadamente pero con cierta clarividencia, el fragoroso paisaje de la creación literaria. Ningún joven me dejó nunca, como él la impresión de aquello que Silvio Villegas observó en Gilberto Garrido: “El cortocircuito del genio”. Estoy, me dije, ante un futuro gran escritor sin fronteras.


No volví a verlo. Muy de vez en cuando leía cosas suyas desperdigadas en magazines literarios, de aquellos que suelen editar novelistas y poetas en agraz, pero dueños ya de toda la posible e imposible sabiduría... Tal vez le pareció trillado en demasía el camino de la ficción literaria. Sin embargo, entiendo que dejó un libro que maravilla ahora a muchos de los que se negaron a creer en sus inverosímiles talentos. Pero el hecho es que quiso buscar otro medio de expresión más acorde con la tempestad que ya se arremolinaba bramante en su cabeza, en esa su testa de joven Alcibíades, coronada, gracias a la herencia maternal, con una frente hermosísima. Y se lanzó a convertir profesión lo que sólo había sido afición: el cine. En pocos meses, multiplicados hasta el infinito por la sed de aprender en interminables vigilias, supo más del fantasmagórico y tramposo mundo de celuloide, que quienes se creen herederos de Passolini o de Bergman, por haber conseguido una beca socialista. De aquellas que permiten asomarse durante un año a los introducidos estudios de Polonia o Checoslovaquia, y tornar al país a revendernos la miseria del pueblo, como mercachifles de sensibilidad social, en “cortos” que, por lo general, no tienen de bueno sino ser precisamente eso: “cortos”. Pero Andrés tampoco cupo en la cinematografía. Su espíritu, como ciertos extraños gases que se salen de las ordenanzas de la química, y de sus leyes, no tenía continente. Se evadía de todo.


A los veinte años ya parecía fatigado como quien está de regreso de todas las cosas. Se hizo hombre de izquierda porque quería ser leal a sí mismo y a su generación. De haber nacido en tiempos finiseculares hubiera sido anarquista.

Pero sus horas eran dialécticas. Mas esa cárcel también lo condenó a pan y agua. Era demasiado puro para caber en el tramoyismo de la militancia.

Imagino los días finales. Su silenciosa desesperación enfrentado a un mundo de injusticias. Su protesta contra sí mismo por no lograr expresarse adecuadamente. La angustia que se nutría de su enfermiza sensibilidad. Rimbaud pudo huir de París y se convirtió en áspero traficante africano. Andrés sabía, seguramente, que estaba predestinado para ser el que siempre huye de sus circunstancias. Estaba obligado a vivir su época, él que nació para ser un hombre intemporal. Pero ya lo había escrito un ruso cuya obra seguramente conocía de memoria, en una sentencia que se ha convertido en honesto lugar común y perdido su relieve como las monedas de mucho uso: “El amor, como las lágrimas, aspira a ser recíproco. Cuando gime el alma de un gran pueblo, todo en él está conturbado, y las almas generosas van al sacrificio”. El “gran pueblo” de Andrés era el mundo, era la humanidad. Que no se busque otra explicación a su drama.


Desde estas lejanías, me inclino, absorto. Y compruebo que las posibilidades infinitas se suelen resolver en laceraciones más infinitas aún. Pues el dolor de todos los hombres no puede caber en el corazón de uno solo.

*  Alfonso Bonilla Aragón.
Escrita en Buenos Aires, verano de 1977.
Reproducida en El Pueblo, 16 de diciembre de 1979.

Agradecimientos a J.G.M por transcribir este texto que aún no estaba en la web.












2 comentarios:

  1. Como Caleño no me puedo quedar como una estatua viendo y leyendo este blog, y por supuesto el artículo con el que se despliega.
    En buen momento aparece una "estela más de Caicedo Andrés"
    Te felicito
    Luis Carlos
    Saudades da volta

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  2. Gracias Luis Carlos, era un documento que había que compartir por laa web,gracias.

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